Comencemos por lo que me sucedió con la institución bancaria...Hace años me sentí atraída por aquellos ofertones que, a cambio de depositar un dinerillo en una especie de libreta de ahorros, te prometían el oro, el moro, una rentabilidad jugosa y hasta un surtido de sartenes. Y piqué... Poco a poco, las promesas fueron esfumándose y, para mayor inri, a pesar de que aquella cartilla no registraba movimiento alguno -ni recibos domiciliados, ni retiradas de efectivo, ni nada de nada-, aquel banco me cobraba unos cuantos euros al mes en concepto de comisión de mantenimiento...De mantenimiento ¿de qué?... Un buen día me dije: «¡Se acabó!: cierro la libreta y me llevo la pasta, mi pasta»; así que me encaminé a la sucursal bancaria con un cierto temblorcillo en las piernas, lo confieso... Por el camino iba pensando: «¡Verás como me van a intentar camelar para que mantenga allí mi dinero! ¡Verás como pierdo dos horas hablando con unos y con otros!»...¡Ja!: llegué a la ventanilla de Caja, dije que quería cerrar la libreta de ahorro y sacar de allí mi dinero y, en un plís-plás, ¡hecho!... Ni un intento de retener al cliente... Evidentemente yo no soy Rothschild ni lo seré nunca; pero tampoco eran cuatro perras gordas lo que tenía depositado en aquel banco... Curiosamente, me sentí hasta un poco indignada porque, para aquella institución, yo contara menos que un cero a la izquierda. Y, ahora, vamos con la compañía en la que tenía asegurado mi coche... A ésa sí que le pagaba un notable pastón todos los años; y casi por nada...Durante más de una década, la aseguradora sólo tuvo que hacerse cargo de dos levísimos accidentes -puros rasguños en la chapa de dos vehículos- y de esos daños propios que todos nos hacemos en la pintura del vehículo a causa del aparcamiento... ¡Nada: minucias!... Sin embargo ni una sola vez -ni una, repito- obtuve un descuento en mi póliza por buena conducción, por ser una lata, por dar a ganar cantidades no desdeñables a la aseguradora...Visto lo visto y desengañada por la indiferencia e ingratitud de la empresa, me acabo de cambiar de compañía de seguros de un día para otro: pago bastante menos y recibiré más prestaciones...¡Y, de nuevo, la misma historia!: ni una llamada para preguntarme el porqué del abandono, ni una apetecible contraoferta...
A ver si lo dejo claro: yo no pido la luna a las empresas de las que soy cliente eventual o habitual... Ni «un palacio de diamantes», ni «una tienda hecha del día», ni «un rebaño de elefantes», ni «un kiosco de malaquita», ni «un gran manto de tisú», como dicen los versos de Rubén Darío... Me conformo con que me traten con justicia y amabilidad, con que se interesen un pelín por mí y con que, en caso de amago de abandono de sus servicios por mi parte, traten de averiguar las causas de mi descontento...Para remediarlas, mayormente; y porque puede haber cientos de personas que estén tan hartas de esas empresas como una servidora.
Cierto que instituciones tan enormes, con tantísima actividad como aquellas de las que yo me he largado, no pueden hacer un seguimiento constante de tooooodos sus clientes... ¿No pueden?, ¿seguro?... Porque, casualmente, estas grandísimas empresas son, también, las que tienen las nóminas más abultadas, el personal más abundante que debería dedicar una porción -aunque fuera ínfima- de su trabajo a investigar las razones por las que un cliente les da con la puerta en las narices en un momento dado.¡Vamos, creo yo! Porque, ¿tan sobradas andan las empresas, por gigantescas que sean, de clientes fieles, pacíficos, dóciles y rentables?, ¿tan poquísimo importa la marcha de un cliente?...¡Ojo!: uno más uno más uno más uno acaba siendo un ciento de clientes.
Y, por último, la conclusión a la que he llegado: a mayor tamaño de la empresa, a mayor volumen de su actividad, más peligro corre la institución de que sus empleados -del primero al último- se transformen en burócratas aburridos y sin nervio competitivo...Ellos, que buscaron con uñas y dientes la expansión del negocio, se han encerrado dentro de la torre de marfil de lo segurito, de lo ya conseguido, del «que me quede como estoy»... Y lo malo es que pueden hacerlo porque esas enormes empresas echan las cuentas de los resultados de forma más o menos global y, por tanto, ¡que les va a importar un cliente menos, alguien que se ha ido en silencio, sin protestar!... Nada... No importa nada...Inmenso error el que cometen los responsables de esas empresas, del primero al último: un cliente no es sólo el rey. Va camino de convertirse en el último de los emperadores.
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